Toda mi vida había soñado con
aquel momento. El momento en el que yo, después de años de esfuerzo y dedicación,
libraría a la humanidad de todos los males que la atormentan. Pretendía
salvarla. Lo que logré aquel día, fue exterminarla.
Habíamos aislado una anomalía
gravitatoria, un cumulo de gravedad capaz de desgarrar la realidad, y lo
habíamos confinado entre unas paredes de máxima seguridad, impidiéndole
realizar su impulso primigenio, consumir, devorar, saciar su hambre. Rodeamos
una fuerza imparable de muros inamovibles, esperando que durasen lo suficiente
para lograr nuestros propósitos.
Y de repente, la luz. El peso de
gigantes cósmicos quebraba los huesos de mis colegas en una cacofonía de gritos
y crujidos. La piel de sus rostros se cuarteaba y desprendía arrancada como a
tirones por unas manos invisibles de sus cráneos, que estallaban al perder el sostén
de los músculos bajos las oleadas de gravedad que irradiaba el núcleo. Un peso
inabarcable para la mente humana me asediaba constantemente, martilleando en mi
cabeza como un boxeador al que no se le muestra clemencia después de besar la
lona. Perdí la consciencia.
No sé cuánto tiempo pasó hasta
que desperté, pero cuando lo hice solo había ante mí una inmensidad roja y
yerma, inundada del olor dulce y picante de la putrefacción y el limpio y
corrosivo aroma a ozono de la carne quemada. No había nada a mí alrededor
excepto una vasta extensión de desolación y muerte. Guiado más por el pánico y
la claustrofobia que por la razón, abandoné los restos de la cámara de
contención y salí a las tierras baldías.
El silencio. Aun ahora recuerdo
el silencio. Silencio bastante como para volverlo a uno loco. El martilleo
desbocado de mi corazón parecía una estampida de grandes bestias en mitad de
aquella calma. Pensaba que mi cuerpo estallaría si intentaba contenerlo,
necesitaba llenar aquel vacío para calmarlo. Y grité. Grite con todas mis
fuerzas. Grite los nombres de mis compañeros caídos y los de mi familia. Grité
buscando auxilio y pidiendo socorro. Grité buscando a alguien, temiendo la
soledad. Grité hasta que mi garganta seca sangro, hasta que el fluir empezó a
ahogarme y a convertir mis gritos en un borboteo ininteligible. Grité hasta que
el agotamiento pudo conmigo y entonces dormí.
Cuando desperté estaba sediento y
aterrado. Una luna sangrienta y desproporcionadamente grande adornaba el
firmamento y sentía que me miraba, como el ojo inyectado en sangre de un dios
loco y vengativo. Me daba escalofríos, una sensación de miedo animal me
recorrió la espalda. Había algo de antinatural en esa luna, algo que despertaba
los vestigios de instinto dejados por mis ancestros. Algo que le imploraba a
cada fibra de mí ser que corriese a ocultarme fuera de la vista o algo inmenso
y aterrador vendría a devorar mi carne. Cincuenta años de experiencia en el
laboratorio y toda una vida dedicada a la razón y la ciencia eran apenas
suficientes para ignorar todas esas alarmas. Me arrastré como pude hasta uno de
los charcos que se habían formado durante mi sueño. Un líquido legamoso y turbio me devolvió un reflejo de
mi mismo distorsionado y sucio. Mi cara, mi pelo, cada fibra de mi ser se había
barnizado del polvo rojo del desierto, lo que sea que hubiese llovido en mi
inconsciencia había servido como barniz amalgamante. Mi rostro estaba teñido
por la mezcla como una pieza de ajedrez de alabastro rojo. Bebí esperando que aquello
no fueran los restos licuados de mis antiguos compañeros. Bajó abrasando cada
centímetro a su paso, dejándome tendido en la estepa entre espasmos de dolor
cuando el brebaje alcanzó mí estomago.
Me sentí febril, vagué entre la
realidad y los sueños, donde el enorme ojo de la luna me perseguía, mis
compañeros de laboratorio me señalaban con dedos esqueléticos y ensangrentados,
cubriéndome de miradas acusadoras que salían de unos ojos vidriosos y muertos
que hervían en sus cuencas hasta derretirse y fluir como
lagrimas de desesperación ante su catastrófico destino.
No sé si lo que veo ahora es la
realidad o uno más de mis delirios. Si la pócima toxica que me he dado de beber
está pudriendo mi cerebro y el resultado es esta aberración que veo ante mí. Esta
terrible, esta aterradora, esta imponente, esta magnífica, esta hermosa y
seductora… maravilla. Una hermosa criatura cuya forma los hombres aun no han
encontrado palabras para describir. Esta criatura que me observaba desde la
lejanía con su ojo sangriento. Esta criatura que desciende ahora sobre mí, hermosa y elegante
como un manto de rubíes, desgarradora y visceral como el suelo coagulado de un
matadero. Ella es hermosa. Ella quería venir a verme a mí. Yo la he traído al
mundo. He sentido su presencia en cada momento de mi vida. Su mano cariñosa guiando
la mía, conduciéndome hasta este instante. Toda mi vida había soñado con este
instante. Y ella estaba soñando conmigo.
Necesitaba una puerta para
sentirse invitada a entrar como la reina que es. Y yo se la proporcioné.
Necesitaba un reino que gobernar, un reino donde se sintiese cómoda. Y yo se lo
proporcioné. Necesitaba un banquete de coronación, saciar su hambre infinita. Y
yo le di a cada ser de este mundo para que comiese tanto como necesitase. Y
ahora lo único que necesita es un rey con quien compartir el trono. Y con la
tierra de su mundo y las lágrimas de sus ojos, me ha moldeado a su imagen y
semejanza. Me ha hecho digno de estar con ella.
Y aun así, los restos moribundos
de mi humanidad me ruegan que huya, que abandone este lugar maldito, que muera
para esquivarla si es necesario. Pero no es momento de eso. Es hora de dejar atrás
mi humanidad y ser algo superior. Algo glorioso y bello. Su rostro retorcido se
me acerca. Su hermosa imagen llena mi mente y abrasa los restos de mi humanidad.
Sus fauces me rodean. Mi carne sucumbe. Te he estado esperando, mi amor.
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