domingo, 23 de octubre de 2016

Herido de gravedad

Toda mi vida había soñado con aquel momento. El momento en el que yo, después de años de esfuerzo y dedicación, libraría a la humanidad de todos los males que la atormentan. Pretendía salvarla. Lo que logré aquel día, fue exterminarla.

Habíamos aislado una anomalía gravitatoria, un cumulo de gravedad capaz de desgarrar la realidad, y lo habíamos confinado entre unas paredes de máxima seguridad, impidiéndole realizar su impulso primigenio, consumir, devorar, saciar su hambre. Rodeamos una fuerza imparable de muros inamovibles, esperando que durasen lo suficiente para lograr nuestros propósitos.

Y de repente, la luz. El peso de gigantes cósmicos quebraba los huesos de mis colegas en una cacofonía de gritos y crujidos. La piel de sus rostros se cuarteaba y desprendía arrancada como a tirones por unas manos invisibles de sus cráneos, que estallaban al perder el sostén de los músculos bajos las oleadas de gravedad que irradiaba el núcleo. Un peso inabarcable para la mente humana me asediaba constantemente, martilleando en mi cabeza como un boxeador al que no se le muestra clemencia después de besar la lona. Perdí la consciencia.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que desperté, pero cuando lo hice solo había ante mí una inmensidad roja y yerma, inundada del olor dulce y picante de la putrefacción y el limpio y corrosivo aroma a ozono de la carne quemada. No había nada a mí alrededor excepto una vasta extensión de desolación y muerte. Guiado más por el pánico y la claustrofobia que por la razón, abandoné los restos de la cámara de contención y salí a las tierras baldías.

El silencio. Aun ahora recuerdo el silencio. Silencio bastante como para volverlo a uno loco. El martilleo desbocado de mi corazón parecía una estampida de grandes bestias en mitad de aquella calma. Pensaba que mi cuerpo estallaría si intentaba contenerlo, necesitaba llenar aquel vacío para calmarlo. Y grité. Grite con todas mis fuerzas. Grite los nombres de mis compañeros caídos y los de mi familia. Grité buscando auxilio y pidiendo socorro. Grité buscando a alguien, temiendo la soledad. Grité hasta que mi garganta seca sangro, hasta que el fluir empezó a ahogarme y a convertir mis gritos en un borboteo ininteligible. Grité hasta que el agotamiento pudo conmigo y entonces dormí.

Cuando desperté estaba sediento y aterrado. Una luna sangrienta y desproporcionadamente grande adornaba el firmamento y sentía que me miraba, como el ojo inyectado en sangre de un dios loco y vengativo. Me daba escalofríos, una sensación de miedo animal me recorrió la espalda. Había algo de antinatural en esa luna, algo que despertaba los vestigios de instinto dejados por mis ancestros. Algo que le imploraba a cada fibra de mí ser que corriese a ocultarme fuera de la vista o algo inmenso y aterrador vendría a devorar mi carne. Cincuenta años de experiencia en el laboratorio y toda una vida dedicada a la razón y la ciencia eran apenas suficientes para ignorar todas esas alarmas. Me arrastré como pude hasta uno de los charcos que se habían formado durante mi sueño. Un líquido  legamoso y turbio me devolvió un reflejo de mi mismo distorsionado y sucio. Mi cara, mi pelo, cada fibra de mi ser se había barnizado del polvo rojo del desierto, lo que sea que hubiese llovido en mi inconsciencia había servido como barniz amalgamante. Mi rostro estaba teñido por la mezcla como una pieza de ajedrez de alabastro rojo. Bebí esperando que aquello no fueran los restos licuados de mis antiguos compañeros. Bajó abrasando cada centímetro a su paso, dejándome tendido en la estepa entre espasmos de dolor cuando el brebaje alcanzó mí estomago.

Me sentí febril, vagué entre la realidad y los sueños, donde el enorme ojo de la luna me perseguía, mis compañeros de laboratorio me señalaban con dedos esqueléticos y ensangrentados, cubriéndome de miradas acusadoras que salían de unos ojos vidriosos y muertos que hervían en sus cuencas hasta derretirse y fluir como lagrimas de desesperación ante su catastrófico destino.

No sé si lo que veo ahora es la realidad o uno más de mis delirios. Si la pócima toxica que me he dado de beber está pudriendo mi cerebro y el resultado es esta aberración que veo ante mí. Esta terrible, esta aterradora, esta imponente, esta magnífica, esta hermosa y seductora… maravilla. Una hermosa criatura cuya forma los hombres aun no han encontrado palabras para describir. Esta criatura que me observaba desde la lejanía con su ojo sangriento. Esta criatura que  desciende ahora sobre mí, hermosa y elegante como un manto de rubíes, desgarradora y visceral como el suelo coagulado de un matadero. Ella es hermosa. Ella quería venir a verme a mí. Yo la he traído al mundo. He sentido su presencia en cada momento de mi vida. Su mano cariñosa guiando la mía, conduciéndome hasta este instante. Toda mi vida había soñado con este instante. Y ella estaba soñando conmigo.

Necesitaba una puerta para sentirse invitada a entrar como la reina que es. Y yo se la proporcioné. Necesitaba un reino que gobernar, un reino donde se sintiese cómoda. Y yo se lo proporcioné. Necesitaba un banquete de coronación, saciar su hambre infinita. Y yo le di a cada ser de este mundo para que comiese tanto como necesitase. Y ahora lo único que necesita es un rey con quien compartir el trono. Y con la tierra de su mundo y las lágrimas de sus ojos, me ha moldeado a su imagen y semejanza. Me ha hecho digno de estar con ella.


Y aun así, los restos moribundos de mi humanidad me ruegan que huya, que abandone este lugar maldito, que muera para esquivarla si es necesario. Pero no es momento de eso. Es hora de dejar atrás mi humanidad y ser algo superior. Algo glorioso y bello. Su rostro retorcido se me acerca. Su hermosa imagen llena mi mente y abrasa los restos de mi humanidad. Sus fauces me rodean. Mi carne sucumbe. Te he estado esperando, mi amor.

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